Amanecer en el mundo de Jehn

Pervivo en este mundo que no es onírico, es real. Tardé 20 años en tropezarme con el mundo de Jehn. Esa es la impresión que me arroba en este instante, y aunque sólo sea un transpirante de su piel de nube, donde florecen los duraznos, quisiera poder afirmar que soy quien mas feliz se siente. O eso me creo, porque pocas cosas son ordinarias, de allí el sentido poco común que lo invade todo. En el mundo de Jehn amanece siempre más temprano, entonces cada día puede adquirir una sobredimensión de lo normal. A veces las horas de angustia pueden olvidarse en un abrir y cerrar de ojos, pero hay momentos de soledad que atraviesan mundos paralelos. Las palabras son tangibles, no decimos rosa al ver una rosa, la rosa es simplemente, así como árbol, olvido, desierto, hechizo. Alguna vez el mundo de Jehn fue sólo una quimera, porque las cosas extraordinarias pueden también transitar un angosto sendero de dudas. Rige la primera Ley del Kybalión, con absoluta certeza, y nadie duda de la materialización de sus ideas, pues saben que todo yace rotundamente en un espacio sutil. Y he de decir -aunque pudiera sonar a un lugar común- que en el maravilloso mundo de Jehn no existe el miedo, porque donde habita el amor, nada es una amenaza. La concepción de la vida es definitiva, vaciada de los limites de un universo entrópico, y aunque desiste del lujo de la eternidad, sabe que todo esta dado para ello, sin temor, en la fiesta que es su risa, en sus amorosos dedos que parecen tejer mis ansiadas conquistas; como ríos de vino tinto que tremulan su ser, como el levitar imprevisto que me provocó un beso ingenuo en sus labios.

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