viernes, 17 de abril de 2009

CAMINO REAL

En mi niñez de sueños y seres multicolores, existía un camino real que nacía al pie de la Capilla de San Pedro, levantada con el fervor de los paisanos de El Surural y la Grita, al Noreste del Estado Táchira, 900 Kilómetros de la capital. Este pequeño lugar de oración fue alguna vez remozado por un obcecado pintor, imitador de Chagall, quien tal vez devoto de San Pedro, adornó la fachada de la capilla, pero con una esfinge del Sagrado Corazón de Jesús, que decidido, presidía el frontal.
El camino real cubría un trayecto infinito, porque atravesaba patios y jardines de casas familiares resguardadas por perros gigantes, como venidos solo de mundos inocuos, en una sinuosidad cargada de los colores y sonidos intensos del trópico, hasta llegar a la finca de mis padres y abuelos, y pasar de largo, para hacerse uno con todos los caminos reales de la tierra. En algunos tramos era empedrado, y esas piedras a veces parecía que podían contar de las herraduras y los cascos de los caballos de los fundadores, de los forajidos y asesinos furtivos de corazones solitarios, de los caminantes domingueros, miembros vitalicios de la cofradía de Nuestra Señora de Los Ángeles.
Había una presencia mística, taumárquica en todo su trayecto, por eso había otra capilla, de mediano tamaño, construida con tapias eternas, techo de horcones y canuto amarrado con bejuco, luego barro, tejas y una corona de hongos. Aún no se por qué razón estaba pintada de verde claro, (era un motivo verde, dentro de todo el verde perenne del paisaje andino), al igual que la cruz de madera que en un tono mas fuerte dominaba todo el fondo. No tenía puertas, sólo una reja de hierro, también de color verde, que siempre nos hizo suponer que resguardaba algunas monedas dejadas en gratitud de un favor metafísico. Siempre descansábamos allí. Cuando íbamos acompañados por nuestros padres o abuelos rezábamos algo a San isidro y tratábamos de recordar quien había sido su penitente constructor, pero resultaba un oficio fatuo e inútil.
Este camino subía y bajaba las montañas y su esfuerzo suponía un reto involuntario, porque de alguna forma era íntimo y estimulante. El tramo de la cuesta era el más empinado y largo, y el gusto por su uso difería en los caminantes. Yo prefería subirla, al igual que mi padre, en cambio mis hermanos, Leandro y Gustavo, se desprendían osadamente en una carrera que finalizaba a la orilla de la Quebrada de Judío, la que alguna vez tuvo un canto caudaloso, semejando ahora restos de un terremoto lunar, un extravío. La cuesta en su cumbre parecía una cueva, y las paredes de la montaña que ascendían a los lados le otorgaba una apariencia de santuario natural, y de ellas escurría agua que finalmente se precipitaba por la cuesta, haciéndola resbaladiza, y el barro sirviendo de molde de un caos de huellas multiformes. Desde su cima se podía contemplar el valle, los cañaverales, con agradecida serenidad. Este trayecto era más oscuro, ya que las correntías de las montañas favorecían el crecimiento de especies de plantas de hojas anchas y frágiles, lo que infligía en algunas personas apenas un atisbado temor, especialmente si uno iba solo. Era una de esas circunstancias en las que alguno podía recordar la mayor cantidad de santos.
Mi abuelo, José Tomás, contaba de un hombre jineteando una mula, que al llegar al trapiche de Olinto Guerrero y dispuesto a cruzar la quebrada, para comenzar a ascender la cuesta, la bestia de pronto se detuvo y comenzó a retroceder sin motivo aparente, relinchando y corcoveando, hasta tumbar al jinete, e inició una carrera de vuelta por el camino que había dejado. Parece ser que lo que luego vio este hombre lo asustó de tal manera que nunca volvió a utilizar el camino real, y cuando era interrogado en las cuitas, luego de cumplir con la faena diaria, se levantaba del sitio profiriendo vulgaridades y pidiendo que no lo hicieran acordarse de aquella tarde.
- Venga Manuelito, cuente que fue lo que lo espantó, no sea miedoso- Decían los demás entre risas, esperanzados en conocer que cosa había asustado a aquel hombre, y tal vez saber contra qué tenían que estar preparados cuando les tocara su turno.
Para los que crecimos en el campo, disfrutando del clima fresco, del aire limpio, participando en las tareas diarias de la finca, cortando pasto y llevándolo a la pesebrera; sembrando hortalizas, tubérculos y legumbres; ordeñando vacas al amanecer; pastoreando los becerros de cabestro, templando las cercas y criando cerdos, no existía una fiesta mejor que las molidas de caña para la fabricación de panela. Eran días dulces que atraían a la chiquillada de la aldea. Y precisamente, el camino real tenía un trapiche. Era un trapiche abierto y familiar, puesto que no estaba encerrado o limitado por rejas, ni asegurado con candados. Todo el mundo podía entrar en él, a cualquier hora, de día o de noche. Cuántas veces nos escondimos en las montañas de bagazo, escalando nuestros temores, pero llevando a mano las ilusiones, jugando a los policías y ladrones, o fue el sitio perfecto, años mas tarde, para enseñarle a Marilú cómo brillan las estrellas después de un día de lluvia.
El camino real tenía un canal de agua al que llamábamos La Toma, y era utilizado para hacer andar el trapiche de Don Olinto por medio de la energía hidráulica generada. Había una parte de la Toma que estaba descubierta y era rectangular. A veces nos parecía como un antiguo ataúd de concreto, e imaginábamos que la corriente de agua se llevaba los cuerpos frescos, hidratados, sin sed, al más allá.
A través de este camino reconocíamos un universo de insectos integrado por saltamontes, arañas, mariposas, avispas y abejas que nos robaban las horas y nos quedábamos fascinados sin darnos cuenta que iban creciendo las sombras a nuestro alrededor y los árboles del camino tomaban una expresión adusta e intimidante, como siluetas autoritarias, oscuras y desconocidas. Paralelo al camino se extendía el cimiento de piedra, era el símbolo del límite de las pertenencias, y de la fortaleza, sin las agresiones del alambre de púas. Hacían de las fincas minúsculos mundos, levantados en la perennidad de la paciencia. Recuerdo ahora un guayabo dócil, crecido en la melga de las Lubo, que tenía escaleras y una rama horizontal como un banco, con espaldar y todo. A parte de brindarme frutas, que era lo más, toleraba algunas acrobacias, y me descolgaba de los pies, para ver como el paisaje se convertía en el cielo azul bajo mis zapatos.
Yo amo aquel camino real. Está allí cubierto de maleza. Pero en mi mente quedaron los días soleados, brillantes y cantarinos en que escuché con más intensidad los latidos de mi corazón, en que me extasié con lo exótico de las aves y los insectos que se agolpaban en mis emociones, convertidos en una maravillosa caja de pandora; universo libre y tolerante. Sin embargo, la cuesta de barro desapareció, porque se secó el agua de las correntías. El camino ahora seco, es ancho, sin santuario, sin gloria, ni conquista. Las huellas de los hombres fueron sustituidas por las líneas impersonales marcadas por los carros que transitan hoy.
Tal vez lleve a mi hijo algún día por el camino real y lo deje libre allí. Espero que inicie la búsqueda de algún gusano de seda, que descubra anonadado y de improviso el extraño andar de las ardillas, o pueda otear con esperanza el revolotear de un pájaro multicolor, alertándolo con cuidado, sí, de no acercarse demasiado a la Toma de agua que se halla descubierta, porque ahora el viaje de los muertos es lento y penoso, seco, y parece que sólo se escuchan hilos de voces embauladas que en un clamor piden agua.

1 comentario:

  1. Considero que aquí es donde más he podido conocerte y me ha gustado conocerte.

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